Reconozcamos que tanto la Administración autonómica como la local se han aplicado en la carrera por potenciar la marca de Valencia, lo que los expertos denominan branding. Lo que no está tan claro es que se hayan tenido claros los objetivos y su porqué. Se ha generado una cierta marca. Pero nuestros gobernantes no tienen claro qué hacer con ella.

Todas las ciudades buscan su icono arquitectónico. En el caso de Valencia, la Ciudad de las Artes, papel asimilable al Guggenheim en Bilbao. A corto plazo, el reclamo funciona. A largo plazo, y en la medida que las ciudades se llenan de Ghery, Calatrava, Foster, etc., costará que Valencia sea conocida por su aportación específica. Hace poco conocíamos que la Ciudad de las Artes cerró 2009 con un 9,2% menos de visitas y una caída en los ingresos del 12,6%. Coyuntural o no, el dato da que pensar.

El geógrafo Francesc Muñoz desbroza la paradoja de las ciudades logotipo con un término, urbanalización, que remite a la forma en que las urbes, conforme van incorporando estándares arquitectónicos, van perdiendo especificidad y, por ende, atractivo para los turistas. En contraste, un barrio marinero como el de El Cabanyal, cuya trama urbana está empeñado en destrozar el PP, es un input único en el mundo, solo que necesita de la inversión y el cuidado adecuados para ponerse en valor.

Valencia es una marca en busca de comprador. La celebración de la Copa del América no es fruto de una larga reflexión sobre el tipo de visitante que quiere atraer la ciudad en el largo plazo. Se genera una competición, con el seguimiento por parte de visitantes de alto standing que, una vez apagadas las luces, no va a tener los alicientes necesarios para volver. Valencia no es Niza. Y mucho menos Montecarlo. A pesar del circuito urbano de Fórmula 1. Como evento deportivo, su seguimiento mediático es incuestionable, y la difusión del nombre y la imagen de la ciudad podrían ser aspectos a considerar, pero los problemas que genera y la inversión que requiere a cambio de un impacto tan puntual, concentrado en un único fin de semana, también son dignos de debate. La situación de quiebra de algunos de los hoteles de lujo de Valencia demuestra que la absorción de ese segmento de visitantes reclama estrategias de más calado y sostenibilidad. Si es que ese es el objetivo. Porque tampoco hay una oferta gastronómica de primerísimo nivel -en forma de inexistentes establecimientos con estrellas Michelin- o un comercio de lujo capaz de atraer aquel tipo de turismo. No parece suficiente organizar unas cuantas competiciones deportivas, casi siempre glamourosas, para convertir Valencia en la ciudad del ocio y el negocio. ¿La ciudad de los grandes eventos? ¿A qué precio? ¿Con qué coste? ¿Con qué beneficio? ¿Para quién es el negocio?

Por el contrario, Valencia desprecia otras vías. El éxito de la marca depende de la cantidad de inputs de interés que se le puedan asociar. Además de la chapuza incomprensible de El Cabanyal, cabría preguntarse por qué la recuperación de uno de los centros históricos más grandes de Europa avanza de forma tan lenta, dejando un islote degradado, como Velluters, a la vista de los visitantes. Un centro histórico que, a diferencia de otras ciudades similares, no ha emprendido una peatonalización decidida de una parte de su perímetro. También podríamos preguntarnos por qué no se afloja la presión urbanística sobre un paraje que está a dos pasos de Valencia, como L’Albufera. O por qué abandonamos la antigua joya de la corona, el IVAM, o el emergente Muvim, en manos inadecuadas por decisiones políticas poco presentables. Son ejemplos aislados que sostienen la conclusión de que no ha existido una cadena de decisiones y planes coherentes. Más bien, improvisaciones que nos ubican en un lugar bastante más irrelevante en el imaginario de lo que nos cuenta la propaganda oficial.

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